Los dos grandes compositores dejaron una huella indeleble en el mundo de la ópera, pero también en el devenir de sus países en una época históricamente convulsa. Coetáneos hasta el punto de nacer el mismo año, sus respectivas obras alcanzaron la cima de la cultura europea y siguen siendo hoy – lo serán siempre – referentes absolutos de la civilización artística occidental.
El año 1813 fue decisivo para el desarrollo de Europa, para su política, su cultura, filosofía y, en el caso que nos ocupa, para la música. Dos compositores de talla mítica nacían ese año, uno en Alemania en mayo y el otro en Italia en octubre, coincidiendo con el ocaso de quien había dominado Europa en las décadas anteriores, Napoleón Bonaparte. Y ese telón de fondo, es decir el mundo en que nacieron, influyó de manera significativa en sus obras. Por entonces, Europa en términos geopolíticos se parecía muy poco a la de nuestros días. La derrota de Napoleón en la Batalla de las Naciones días después del nacimiento de Verdi, marcó el inicio del fin de un imperio, por completo derribado tras la derrota en Waterloo de 1815. El destierro en Elba ponía el punto final al sueño de Napoleón de una Europa unida bajo su yugo y, al mismo tiempo, a un período cultural aparentemente común.
La realidad, sin embargo, era que la invasión napoleónica había provocado un profundo sentimiento de identidad nacional en los pueblos sometidos, que desembocó en una “rebelión” de afirmación estética, teatral y musical basada en lo local de cada región y de la que serían estandartes, precisamente, Richard Wagner y Giuseppe Verdi. Protagonistas no solo en los grandes templos de la lírica, sino también en los movimientos políticos de mediados de siglo XIX. Wagner, en la revolución liberal de 1849 de Dresde, y Verdi en el Risorgimento de Italia, que vivía bajo la dominación napoleónica y, después, del Imperio Austro-Húngaro. En el plano musical, además, ambos parecían haber heredado la misión de deshacerse de la rígida estructura de recitativos y arias, de larguísimos números para lucimiento de los cantantes que impedían el desarrollo teatral de una narración. La literatura, por su parte, ya había emprendido ese camino que rompía las reglas preestablecidas, con Goethe abriendo la marcha, seguido de Schiller y la generación romántica.
A pesar de que ambos compositores empezaron sus carreras dentro de los moldes existentes – tampoco podía ser de otra forma -, pronto demostraron, cada uno a su manera, que no podían contentarse con la realidad musical del momento a pesar de su genuina fascinación por ella. Wagner, por el universo de Ludwig van Beethoven, a quien admiraba con pasión como artista y como hombre; y Verdi, por todo lo que significaba el espectáculo de la ópera lírica italiana que en esos momentos, con el belcanto de protagonista, triunfaba de la mano Rossini, Bellini y Donizetti. Así que pronto, ambos empezaron a explorar una verdad escénica personal. Reproducir o reflejar la realidad no les bastaba. En palabras de Verdi, “Copiar la realidad puede ser bueno, pero inventar la realidad es mucho mejor”. Querían llegar a su público de otra manera y, aunque en distinta medida, ambos comprendieron que la puesta en escena integral – equilibrio entre el libreto y la partitura – era indispensable para lograr su objetivo.
El material literario cobró una importancia determinante. Tanto el alemán como el italiano se embarcaron en crear libretos que removieran las conciencias, analizaran el alma humana, la psicología del mundo; en definitiva, el sentido de la vida. Sin embargo, mientras Wagner optó por convertirse en su propio libretista encontrando la inspiración en los mitos fundacionales de la cultura germánica, Verdi buscó la suya en la gran literatura universal – Shakespeare fue su autor favorito – y colaboraba directamente con los libretistas hasta la extenuación. La relación entre el texto y la música estaba a punto de dar un paso de gigante.
Otro de los elementos fundamentales para entender esta reforma del mundo de la ópera, fue el uso de la orquesta en un sentido completamente moderno. Para Verdi, y por supuesto también para Wagner, la orquesta era el verdadero narrador, una auténtica revolución porque generaba nuevas maneras de explicar la acción y el estado emocional de los personajes. En el caso de Wagner, el uso de orquesta se vio influido por su visión metafísica de la música inspirada en Schopenhauer, quien aprecia en ella la manifestación de lo absoluto. Verdi, solo en apariencia más conservador, no compartía esa dimensión mesiánica de Wagner destinada a hacer nacer un nuevo arte. En su caso, brotaba de una dimensión humanista y del contexto histórico en el que vivía; la lucha contra la ocupación austrohúngara de su territorio y el recuerdo de la desolación napoleónica en toda Europa se refleja en sus obras, defensoras a ultranza de la libertad de sus personajes e incluso de pueblos enteros, los etíopes en Aida, los gitanos en Il trovatore o los judíos en Nabucco. Verdi hace por tanto ópera política y social, pero sin limitarse a un estilo hermético. Había, no obstante, una organización programática de su trabajo y unas reglas compositivas que apuntan a un desarrollo del detalle en el libreto, en la orquestación y en la escenificación de sus óperas, como partes de su método compositivo de la obra. Wagner, por el contrario, quiere fundar un nuevo género, el «drama musical», creando sus propias reglas. El alemán realiza un acercamiento teórico en su intento de definir la nueva poética que estaba creando y define con precisión las relaciones entre la palabra y la música, interviniendo en todas las facetas de la creación: la escenografía, la danza, la iluminación y hasta en la arquitectura del edificio teatral. A Wagner le debemos las nuevas ideas sobre la combinación de todos los elementos de la escenificación, como apagar las luces de la sala para concentrar la atención en el escenario o la introducción del foso para la orquesta.