Verdi no renuncia a un aria o una obertura, patrimonio de su infancia y de su tradición musical italiana. Sus melodías eran luminosas, capaces de conquistar y embriagar a un público que salía de los coliseos tarareando sus melodías. Una ligereza que atentaba contra la rigidez del plan wagneriano de composición. En Verdi no hay un plan compositivo tan estricto, pero sí el mismo camino progresivo de integración artística. Verdi negocia con los teatros las condiciones de las producciones y los equipos de directores y escenógrafos, participa en la elaboración del elenco e interviene en todos los puntos de la puesta en escena para representar la ópera tal y como él la ve en su cabeza. Todo lo que desarrolla escénicamente lo escribía con minuciosidad en las ediciones de sus partituras, llenas de anotaciones sobre la expresión, el movimiento actoral, los objetos, el espacio y la luz. Era su manera particular de llegar a la obra de arte total.
Los personajes titánicos que crea Wagner, en los que fundamenta los grandes valores de su pueblo, extraídos de las leyendas de los Nibelungos y del Santo Grial viven historias intensas y largas, nacen, viven y mueren a la vez en su condición teatral y musical. Por el contrario, los personajes verdianos no parten de la épica, a pesar de que en muchos casos sean reyes, héroes, libertadores o princesas. La composición parte del interior, de su fragilidad y su verdad íntima, de la duda y la sensibilidad. Los sentimientos en las relaciones paterno filiales son el clarísimo hilo conductor en toda su obra. De nuevo, su humanismo traza el retrato de todos los personajes, con quienes Verdi es compasivo a través de su música: una muestra de generosidad que se traduce en una melodía y una orquestación dotada de un calor especial que no pasa inadvertido.
La escena contemporánea es, de manera consciente o inconsciente, heredera de los universos que crearon Verdi y Wagner. Ha existido quizás en la historia un cierto complejo de superioridad en esta pugna estética. Los wagnerianos sentían superioridad ante la popularidad, casi vulgar, de la melodía verdiana, que sigue oyéndose en las plazas de Italia y de medio mundo. “Escuchamos anoche el Réquiem de Verdi, una obra sobre la cual, ciertamente, lo mejor sería no decir nada” escribió Cósima Wagner en su diario en 1875. Verdi, sin embargo, fue siempre más tolerante que Wagner, llegando a escribir que el segundo acto de Tristán e Isolda era “la creación más sublime del espíritu humano”. Hubo en él, es cierto, un sentimiento de frustración porque veía que la valoración de los intelectuales europeos se decantaba siempre hacia Wagner dejándole a él en el trono de la música “popular”.
A pesar de que la posición de neutralidad a la hora de juzgar a Wagner o a Verdi parecía algo imposible, cada día hay menos “wagnerianos” o “verdianos” tan puros. Aun así, sigue habiendo radicales en ambos bandos y la disputa vivió un auge inesperado en la celebración del 200 cumpleaños de ambos compositores. En el Teatro alla Scala de Milán, por ejemplo, cuando Daniel Barenboim decidió abrir la temporada del bicentenario con Lohengrin, estalló de nuevo el conflicto. El Corriere della Sera publicó un vehemente artículo titulado “¿Habrían los alemanes inaugurado el año Wagner con una ópera de Verdi?”. Incluso se especuló con que la ausencia en el estreno de Giorgio Napolitano, presidente de la República, fuera una protesta por dicha decisión. Lo cierto es que ya en su época, ambos estuvieron ligados a la política y no solo a través de su obra. Wagner se consagró a Bayreuth, como proyecto cultural del gobierno Bávaro de Luis II y Verdi, una vez constituida la República Italia en 1860, fue diputado y senador.
Las connotaciones políticas e ideológicas de Wagner y Verdi también han marcado la elección de quienes basan sus preferencias fuera del ámbito puramente artístico. Verdi siempre ha estado unido al humanismo italiano y su figura sigue siendo patrimonio de todos. Para Wagner las cosas han sido todo lo contrario. Su obsesión nacionalista y de construcción de un pasado glorioso de la nación sirvió de inspiración a los nazis, que se apropiaron de su potentísima música para convertirla en banda sonora de sus atrocidades. Las visitas de Hitler a Bayreuth con el beneplácito de los herederos del compositor sirvieron para contaminar, aún más, el sentido de su música y en el imaginario colectivo quedó grabada la frase de Woody Allen tras asistir a una ópera wagneriana en el Metropolitan: “Cada vez que escucho a Wagner, me entran ganas de invadir Polonia”. Ambos, sin embargo, eran igual de nacionalistas en su aspiración de crear un arte que reflejara su ámbito cultural y ansiaban la unificación de sus respectivas patrias. Wagner salió activamente a las calles en Dresden y fue perseguido hasta que logró asilo político en Suiza. Verdi, por el contrario, disfrutó de ver su nombre escrito en fachadas y banderas. Además, ambos eran luchadores, pero Wagner, el verdadero revolucionario musical, luchó contra su tiempo y lo pagó caro, mientras que Verdi continuó con el noble ideal de la ópera italiana heredada de Donizetti y Bellini. Lo que es innegable es que fueron siempre fieles a sus propias creencias artísticas y a su propia cultura. Personalmente, me confieso tan verdiana como wagneriana. A veces, depende del estado de ánimo o de la propia producción escénica. Wagner no es mejor que Verdi, ni Verdi más grande que Wagner. Ambos fueron sencillamente genios “condenados” a compartir un espacio temporal, para privilegio de todos nosotros. Partieron de lugares distintos, concibieron su arte desde perspectivas diametralmente opuestas, recorrieron caminos sin cruzarse (demasiado) y llegaron a concepciones opuestas a la hora de dejar sus respectivos legados universales.