“Beban por mí, beban por mi salud… Yo ya no puedo beber más”. Fueron las últimas palabras que pronunció Pablo Picasso antes de fallecer el 8 de abril de 1973 en su castillo de Mougin, en el sur de Francia.
Esta “última voluntad” expresa en buena parte la esencia de un artista especial que en su búsqueda insaciable de la genialidad, derribó muros, atravesó las fronteras de todo el mundo y, en definitiva, no se rindió hasta encontrar su personal forma de exhibir el incontestable talento creativo que llevaba en su interior. Porque, en sus propias palabras, “Todo lo que puedas imaginarte, es real”. Y aunque su fama se atribuye a la pintura cubista, de la que fue pionero junto a Georges Braque, lo cierto es que el artista malagueño dedicó su vida a trabajar múltiples disciplinas. Entre los innumerables procedimientos gráficos que utilizó, domina el grabado calcográfico – aguafuerte, aguatinta, aguada, punta seca, buril y manera negra -, la litografía, el grabado sobre linóleum y, de manera más ocasional, la hectografía. Tampoco se resistió a la escultura neofigurativa, la ilustración, la cerámica artesanal e incluso la escenografía para ballets.
Por otra parte, su curiosidad sin límite le llevó a inspirarse en diferentes culturas y épocas, como la africana, la ibérica o la medieval. Eso sí, siempre con una premisa que a él le gustaba aclarar: “Yo pinto objetos como me los imagino, no como los veo”. Para Picasso, Velázquez era el “auténtico pintor de la realidad” y en sus obras encontró asimismo una fuente de inspiración, igual que lo hizo en las de Goya, El Greco, Rembrandt o Ingres, a quienes se refería como sus “ídolos”. Una inspiración que plasmó partiendo de su enorme personalidad artística, el sello inconfundible que muy pocos artistas son capaces de imprimir a su creación para hacerla eternamente única. En el caso de Picasso, para fortuna del mundo de la cultura, un legado que abarca décadas y “cuenta” episodios de la Historia, como su cuadro más impactante y reconocido, el Guernica, que pintó en París en 1937.
La extensa obra que dejó se debe a que su capacidad de trabajo era extraordinaria. También al hecho de que su precoz talento no pasara desapercibido cuando aún era muy niño. En casa tuvo a su maestro, su padre, el pintor vasco José Ruiz Blasco, a quien siempre le unió un estrecho y especial vínculo. Él fue el descubridor de la naciente habilidad artística de su retoño y el primer gran admirador de su trabajo. También, quien más le alentó para que buscara su propia forma de expresar lo que sentía a través de la pintura. A los 9 años, Pablo firmó su primer cuadro, “El picador”, homenaje a la tauromaquia, una de las pasiones recurrentes en sus obras y a los 15, cuando la familia vivía ya en Barcelona donde su padre había sido contratado para dar clases en la Escola d’Arts i Oficis de la Llotja, instaló su primer taller, en la calle de la Plata de la Ciudad Condal. Y siguió estudiando, presentándose a certámenes y realizando ensayos pictóricos. Según él mismo recomendaba a quienes se acercaban a él como discípulos: “Aprende las reglas como un profesional, para que puedas romperlas como un artista”.
Por otra parte, el intenso trabajo jamás le impidió cumplir con una visión hedonista de la vida que conservó hasta el final: “Cuando dicen que soy demasiado viejo para hacer una cosa, procuro hacerla enseguida”. Se confesaba un enamorado de los barrios bohemios de París, del sol del Mediterráneo, de los toros y, sobre todo, de las mujeres. El hecho de que alcanzara la fama muy joven, pronto le permitió no privarse de nada. Por ejemplo, cuando ganó el millonario premio Carnegie de 1930 con un antiguo retrato de su madre pintado en 1918, adquirió una suntuosa villa campestre en Boisgelup y dedicó un año entero a viajar por España. Como regla general, dedicaba cuatro horas al día, como mínimo, a hablar y pasar el rato con amigos, dormía de dos a once de la mañana y pintaba de tres de la tarde a dos de la mañana, con una breve pausa para cenar. La ecuación perfecta de trabajo y placer para un hombre cuya vida personal no fue tan exitosa como la profesional. Ni tan colorida como la gran mayoría de sus cuadros.
De hecho, no era fácil imaginar hace unos años que cuando llegaran los homenajes a su figura con motivo del 50 aniversario de su fallecimiento la controversia acerca de su personalidad, especialmente en las relaciones con las mujeres, planearía sobre la genialidad de su obra. Sin embargo, este 2023 declarado el Año de Picasso, algunos comisarios de exposiciones, ponentes y moderadores de mesas redondas se han encontrado con la inesperada y difícil tarea de separar al hombre del artista. La misoginia de Picasso se ha tratado muchísimas veces, también su carácter manipulador y en ocasiones depresivo, pero quizás nunca tanto como ahora. Lo cierto es que, como persona, Picasso era impredecible: a veces amantísimo; otras, dominante y autoritario. Incluso cruel. “Si hay un artista que define el siglo XX, que lo representa con toda su crueldad, su violencia, su pasión, sus excesos, y sus contradicciones, este artista es, sin duda, Pablo Picasso”, resumió durante la presentación del Año Picasso el ministro de Cultura y Deporte, Miquel Iceta. En cualquier caso, también hay programadas exposiciones que analizaran el conjunto del incontestable genio en clave crítica, como la organizada en el Brooklyn Museum que incidirá en las cuestiones más controvertidas del irrepetible pintor que creó un personal lenguaje expresivo, libre y multiforme que sigue influyendo en el arte y la reflexión contemporáneos. Picasso fue protagonista y creador inimitable de las diversas corrientes que revolucionaron las artes plásticas del siglo XX y siempre tuvo claro que “La acción es la llave de todo éxito”. Y en el artista español que explicaba el cubismo como un arte que trata sobre todo de las formas y, “cuando una forma se materializa, ésa vive su propia vida”, la acción a todos los niveles de su existencia nunca faltó.