Dos vidas de Federico Fellini, una con los ojos abiertos y otra con los ojos cerrados.
Tres décadas después de su muerte el 31 de octubre de 1993, el famoso director de cine y guionista italiano, ganador de cuatro premios Óscar a la mejor película extranjera y uno honorífico a toda su carrera, continúa siendo el artista que mejor retrató a su país y a toda una época que él convirtió en mítica, gracias a su filme La Dolce Vita, entre muchos otros.
Italia en especial, pero también otros países, pondrán este mes de diciembre el broche final a un 2023 declarado “Año Fellini”, con homenajes, actos, exposiciones y, por supuesto, películas. Aquellos filmes que siguen teniendo un lugar muy especial en la historia del cine. Y por supuesto, en Roma, donde el homenaje al director no es únicamente a su genialidad artística, sino que constituye una obligada “recompensa” por enseñar al mundo la vida italiana de una época con epicentro en la adoquinada capital transalpina.
De hecho, Roma, que puede presumir de seguir apellidándose “ciudad eterna”, es todavía tan felliniana que quienes hemos vivido en ella reconocemos como una de las primeras impresiones que nos asaltaron cuando empezamos a toparnos con esas peculiares escenas y personajes que solo se ven en sus plazas y calles alfombradas de arte, es que Fellini “no era un genio”. Me explico: no se limitaba a crear en su estudio, sino que su genialidad radicaba en poseer la sensibilidad, creatividad y percepción para construir una historia inspirándose en anónimos viandantes, a partir de sus tantas veces caóticas idas y venidas. Entonces, su gran ingenio se encendía y ya no cesaba de escribir la historia que dirigía su “otra vida”, porque como solía decir “todos vivimos dos vidas, una con los ojos abiertos y otra con los ojos cerrados”. Ninguna frase describe mejor la existencia de cualquier artista o creativo, pero la misma vale también para cualquiera de nosotros.
Por eso, aún hoy, sentarse en una terraza romana y acompañar el cappuccino con la serena contemplación recuerda poderosamente al director italiano. Hasta tal punto, que con los ojos abiertos puedes imaginarte en el interior de uno de sus largometrajes, y con ellos cerrados, escuchar en el aire la música de Nino Rota y ver a Marcello Mastroianni, Claudia Cardinale, Sophia Loren, a su musa Anita Ekberg y, por supuesto, a su mujer, la actriz Gulietta Masina, Su cine era tan personal, tan único, que su nombre no tardó en convertirse en adjetivo, ‘Felliniano’.
Su estilo que, como en todos los grandes creativos, evolucionaba con cada nueva película, pero Fellini no abandonó nunca sus inconfundibles señas de identidad, presentes desde su etapa de aprendizaje tutelada por otro indiscutible maestro, Roberto Rossellini: compromiso político, cultura popular surrealismo, psicoanálisis, la sátira circense (dirigida, sobre todo, contra la alta sociedad), el catolicismo, la nostalgia y su visión de Italia, a través de Roma, como una suerte de abstracción extravagante.
A lo largo de su carrera dio vida a personajes y escenas que se han incorporado al imaginario colectivo cinematográfico. Y de sí mismo decía que era “un artesano que no tiene nada que decir, pero sabe cómo decirlo”: es decir, tenía un don. Y no era el único. Antes de terminar la escuela, en 1938, Fellini ya colaboraba con periódicos y revistas como dibujante, pero fue un año más tarde cuando su carrera dio un giro con su traslado desde su Rímini natal a Roma, la ciudad que le sedujo e hizo suya. El pretexto esgrimido a sus padres fue el de estudiar Derecho, aunque en realidad, su deseo era hacerse periodista y seguir con su faceta de dibujante que, más tarde, le llevó a convertirse también en guionista de los cómics por uno de esos inesperados cambios de sentido de la vida. En su caso, cuando el gobierno de Mussolini prohibió su importación de EEUU.
Federico Fellini siempre dijo que la lectura intensa de esas historias, en una edad en que las reacciones emotivas son tan inmediatas y frecuentes, condicionó su atracción por la aventura, lo grotesco y lo cómico. De sus estilizaciones caricaturescas, de sus paisajes, de los personajes siluetados contra el horizonte, le quedaron grabadas imágenes que él calificaba de “felizmente chocantes” y cuyo recuerdo inconsciente condicionó el elemento figurativo y las tramas de sus películas.
Como “La strada”,de 1954, una suerte de puente entre su pasado neorrealista y la fantasía lírica, un drama circense lleno de símbolos amargos, referencias culteranas a la Commedia dell’arte e incluso un toque de herencia católica, a través de la conexión entre San Francisco de Asís y su personaje protagonista. En “8½’” (1963), una de las películas más relevantes de los años sesenta, Fellini se lanzó a una alucinación intertextual ambientada en un balneario del alma, donde Mastroiani reemplazaba al propio director en sus fantasías surreales sobre el bloqueo del artista, la infancia que vuelve para morderte, la cabalgata de mujeres a las que ha decepcionado, las inseguridades, la buena comida, el suicidio, la música y la certeza absoluta de que la vida es un circo.
“Amarcord”, su filme de 1973, estuvo caracterizada por los estudios autobiográficos, tocados por una nostalgia que parecen más bien películas soñadas. Aquí, el maestro tuvo la sabiduría de fijarse en el trabajo de uno de sus discípulos, Woody Allen y su ‘Días de radio’, para componer una panorámica similar por un pueblo costero, Battipaglia, que sustituye al Rimini de sus recuerdos. En realidad, se trata de un microcosmos que representa a toda Italia, con sus contradicciones políticas, amorosas, sexuales, religiosas y educativas muy presentes. Y por supuesto, todos recordamos la más icónica y poderosa de sus creaciones, La dolce vita, que tuvo un impacto palpable y duradero en la cultura internacional al dar nombre a la figura de los paparazzi, a través del nombre de uno de sus protagonistas, Paparazzo.
Estaba claro que Fellini tenía un don y su posterior paso del neorrealismo a un estilo barroco, onírico y personalísimo, convirtió el conjunto de su filmografía en una de las más arrolladoras y exigentes de todos los tiempos. Por eso, este año, tres décadas después de su muerte, ni Italia ni el mundo han querido olvidarlo.
Alicia Huerta.