Sus historias, siempre cargadas de mensaje, siguen siendo, doscientos años después, símbolo del espíritu navideño. Porque el autor inglés, más allá de su libro de 1843 titulado Cuento de Navidad, nunca dejó de recordarnos en el resto de sus obras que esta época del año no es un momento ni una estación, sino un estado de ánimo que invita a reflexionar sobre lo único que realmente cuenta en la vida: el amor, la esperanza y la generosidad, los regalos más importantes que podemos dar y recibir.
Por ello, a pesar de lo mucho que ha cambiado la sociedad que vivió Dickens a la de hoy, sus libros y las películas basadas en sus obras continúan siendo parte inapelable e indispensable de la Navidad. Porque lo que no cambia es el universo de los sentimientos que nos identifican como seres humanos. Tanto para bien, como para mal. Y así, sus personajes son hoy tan reconocibles como cuando el autor británico recorría en solitario las calles inspirándose en cuanto veía y escuchaba. A través de ellos, Dickens logró lo impensable: que ya nadie pudiera cerrar los ojos ante la pobreza, suciedad, injusticia y miseria que rodeaba a Londres y, en general, a buena parte de la población del colosal imperio victoriano.
Desde que publicó su primera novela, “Los papeles póstumos del Club Pickwick”, en 1837, Dickens alcanzó además un enorme éxito que traspasó las elegantes bibliotecas de las casas pudientes del país para llegar también a los suburbios, donde hasta entonces jamás habrían pensado que entre todos reunirían unos chelines para adquirir un puñado de papeles impresos que contaban una historia que ellos, por desgracia, vivían cada día. Sin embargo, así ocurrió y, aunque la mayoría de este inesperado público ni siquiera sabía leer, con el dinero recaudado se compraba el capítulo que se vendía con el periódico, semanal o mensualmente, y quien sabía leer se colocaba en el centro para que nadie se perdiera las nuevas vicisitudes del personaje en que se veían retratados.
Escuchaban con el corazón encogido, pero por primera vez con una leve sonrisa. Porque Dickens, que nunca se rendía a la realidad que entonces imperaba, obraba con su prodigiosa pluma el milagro: los malvados se arrepentían o pagaban caras sus maldades, mientras que los buenos, injustamente desposeídos, alcanzaban, por fin, un pedacito de esa justicia soñada. Y qué mejor momento para hacerlo que la Navidad, esa época que el escritor identificaba como la más idónea para creer que el amor, la paz y la esperanza son posibles y que debemos trabajar juntos para hacer de este mundo un lugar mejor. Dickens puso nombre y apellidos a los que ni siquiera tenían rostro y estos, al verse por fin reflejados, aprendieron a reconocerse una igualdad que hasta ellos mismos se habían negado. En definitiva, les dio esperanza.
Dickens murió a los 58 años – seguro que todavía con un montón de relatos en su imaginación y más personajes inolvidables que dejarnos -, pero su escritura fue prolífica, vivió el éxito de sus novelas y su ácida crítica social marcó una época, no sólo en la literatura, sino también en el cine o en el teatro y, lo que es mucho más real, en las condiciones de vida de los auténticos protagonistas que él incluía en sus escritos y que después parecían adquirir vida propia. No, Dickens no cambió el mundo, pero su mordaz obra contribuyó a alumbrar los rincones escondidos, y ya sabemos todos que, con la luz, las ratas desaparecen. Oliver Twist, Nicholas Nickleby y David Copperfield, entre otros, traspasaron las páginas en las que nacieron para que nadie pudiera seguir ignorando las terribles condiciones en que vivían demasiadas personas.
Otro gran mérito de Dickens consistió en conquistar, de la misma manera que había hecho con los sectores más desfavorecidos, a aquellos que el autor retrataba cómodamente sentados en sus salones sin preocuparse por los demás. Milagro de nuevo: los ricos, igual que los pobres, esperaban con vehemente anhelo las nuevas entregas de sus novelas y es de suponer que algo se les removería por dentro al descubrir en letra impresa lo que algunos ya habrían intuido sin querer: que el dinero y el poder no evitan la condena a la triste soledad y que quien siembra maldad, acaba recogiéndola en su propia casa.
Por otra parte, Dickens se convirtió en un maestro del estilo episódico que predominaba entonces en los relatos de ficción. Fiel a su costumbre de vagar por las calles en busca de inspiración, aprovechaba para captar el sentir de los lectores antes de sentarse a escribir la siguiente entrega. Se trataba de una forma de entender la novela que tristemente ha desaparecido, porque hoy en día la paciencia no es virtud y todos queremos saber que en nuestras manos está la totalidad de una historia y que, si así lo deseamos, podemos incluso empezarla por el final. Una escritura que debía de resultar muy estimulante para el escritor, pero también cargada de tensión porque el periódico no querría más capítulos si no contaba con la “aprobación” del público lector. Y Dickens triunfó en esa forma de novela viva, en constante evolución, dirigida por el viento de las reacciones del lector, y sus libros han quedado para siempre. También más allá de la navidad. Porque cualquier momento es adecuado para intentar, aunque sea por un instante, calzarse en los zapatos de otro. En definitiva, para preocuparse por los demás. Ese es, sin duda, el único espíritu navideño.
Alicia Huerta.