Por Alicia Huerta
Mongolia, con una población de poco más de tres millones de habitantes y una superficie que triplica la de España, es el estado con menor densidad de población del planeta. Sin embargo, casi la mitad de su población vive hoy concentrada en la capital, Ulán Bator, donde sus habitantes respiran un aire incompatible con la salud.
Situada a 1.350 metros sobre el nivel del mar y rodeada de la cordillera Khan Khentii, Ulán Bator fue, en su origen, un centro budista nómada que se convirtió en un asentamiento permanente en el siglo XVIII. Hoy se la conoce como una de las cinco capitales más frías del mundo, con temperaturas que durante el invierno alcanzan mínimas de −40 °C. La extrema dureza del clima no fue, sin embargo, inconveniente para que en las últimas décadas la ciudad recibiera a miles de familias nómadas procedentes del campo, acostumbradas a soportar temperaturas bastante similares en el interior de su yurta, la típica vivienda nómada de Asia Central, una tienda de campaña circular realizada con fieltro y una única estufa en su interior.
El gran éxodo a la ciudad
Hasta 1990, bajo dominio soviético, la tierra en Mongolia pertenecía al Estado, pero cuando también a este país remoto llegó la perestroika y, con ella, la reforma política y económica, la tierra pasó a declararse propiedad de los ciudadanos. Aquello tuvo inmediatas consecuencias que nadie había previsto: una avalancha de familias nómadas se desplazó a la ciudad para reclamar su parcela de terreno e instalarse allí con sus yurtas, “renunciando” a su vida itinerante con la esperanza de prosperar en la ciudad. Así, en las colinas que rodean la capital comenzaron a crecer barrios enteros – conocidos como distritos “ger”, término mongol para referirse a la yurta –, habitados por antiguos pastores, reconvertidos en trabajadores de una ciudad que aún sigue explotando el filón de la minería.
En estos “distritos no planificados” de la ciudad es donde, según cifras oficiales de la administración local, se origina el 80% de la contaminación del aire de Ulán Bator. Porque los nuevos habitantes, siguiendo su costumbre, continuaron protegiéndose del frío a base de quemar carbón crudo en sus anticuadas estufas, igual que hacían en el campo. No solo carbón, sino también todo tipo de basura. Como consecuencia, hace más de una década que la Organización Mundial de la Salud (OMS) ya advirtió de que un alto porcentaje de las muertes registradas en la capital estaban relacionadas de forma directa con la polución. De hecho, antes, entre 2004 y 2008, se había registrado un incremento del 45% en las enfermedades respiratorias, que, según el Banco Mundial, provocó un gasto adicional en Sanidad de más de 300 millones de euros al año.
La complejidad de la lucha contra la contaminación
Estaba claro que había que tomar medidas, empezando por realojar a los nómadas en los edificios construidos como parte del plan urbanístico puesto en marcha para erradicar los distritos “ger”. Sin embargo, la reforma era en extremo compleja, porque aparte de requerir tiempo, inversión y esfuerzo, se necesitaba un trabajo de adaptación y reeducación. Economía, legislación y sociedad tenían que ir de la mano. Como medida drástica, el entonces Primer Ministro – hoy presidente del país -, Ukhnaagiin Khurelsukh, anunció que el uso de carbón crudo quedaba prohibido a partir de abril de 2019. Sin embargo, muchos se mostraron escépticos con la prohibición y la realidad, por desgracia, les ha dado la razón. Aún hoy, según datos de 2024, la concentración media de materia particulada es entre ocho y catorce veces superior a los valores indicativos de la OMS.
A pesar de los subsidios para estufas menos contaminantes, del coste cero de la electricidad nocturna en los distritos más contaminados y de la reforma urbanística, los resultados siguen siendo poco esperanzadores. Y es que aparte del factor económico, es decir el asequible precio del carbón, hay un problema social contra el que se sigue combatiendo. Porque muchos de los que abandonaron la vida nómada tienen dificultades a la hora de adaptarse a la ciudad. De hecho, aunque la mayoría manifiesta que su mayor deseo es vivir en un piso, cuando logran el objetivo echan de menos su antigua vivienda.
Sin vuelta atrás
En realidad, lo que echan de menos es su vida itinerante, sin más normas que las que marca el pastoreo. El gran problema es que la vuelta atrás resulta cada vez más difícil: el cambio climático ha complicado mucho la vida en el campo. Según los estudios climáticos sobre Mongolia, el país ya ha experimentado un calentamiento de 2,2 grados y las variaciones climáticas han afectado gravemente al pastoreo.
Por ejemplo, tras dos veranos muy secos llegaron dos inviernos extremadamente fríos y, de pronto, el siguiente verano se registraron inundaciones que acabaron con gran parte de los rebaños. Y si en invierno lo normal era que la pradera se cubriera por completo de nieve protegiendo la hierba, ya ha habido dos años sin esa nieve que asegure el alimento de los animales, que ya habrían dado buena cuenta de ella durante el invierno.
Mientras, en la capital la contaminación es tan densa que los monitores de medición del PM2.5, el índice de las pequeñas partículas que pueden entrar en los pulmones, marcan 999, la cifra más elevada que puede alcanzar dicho medidor, teniendo en cuenta que un nivel de contaminación “seguro” tiene que estar siempre por debajo de 25.
A. Huerta