Por Redacción
Una antigua entrevista en blanco y negro realizada en 1964 por el periodista Günter Gaus a la pensadora alemana de origen judío Hannah Arendt, ha sorprendido por haber superado la nada desdeñable cifra de un millón de visitas en Youtube. Y subiendo, además de contagiando al resto de redes sociales, siempre en busca de “nuevos descubrimientos”.
Cigarrillo en mano, Arendt empieza la resucitada entrevista “protestando”. Al contrario de lo que acaba de afirmar su entrevistador, el periodista Günter Gaus, ella asegura que no pertenece al círculo de los filósofos, sino que su profesión es la teoría política. Es cierto, Hannah nunca se sintió filósofa a pesar de haber estudiado Filosofía. Ahora, por increíble que parezca, su particular pensamiento, franco y directo, conquista a un público digital al que en ocasiones se le acusa de no querer pensar… demasiado. Por eso llama tanto la atención que el vídeo de la entrevista, olvidado desde su emisión en la televisión alemana el 28 de octubre de 1964, superase en pocos días el millón de visualizaciones. No solo en Alemania, donde empezó el fenómeno: sus diferentes versiones subtituladas en varios idiomas, también suman nuevos seguidores que ponen la vista atrás, en un pasado que, quizás, estemos repitiendo e incluso empeorando.
Antes de esta entrevista, Arendt ya había tenido ocasión de causar revuelo en la opinión pública de su tiempo. Ocurrió a raíz de su trabajo en The New Yorker, periódico para el que cubrió el juicio contra el jerarca nazi Otto Adolf Eichmann en 1961. Después de asistir durante tres semanas, de abril a mayo, al proceso judicial en Jerusalén, Arendt regresó a América, donde llevaba exiliada desde 1942, y redactó sus conclusiones en un tratado que tituló Eichmann en Jerusalén: informe sobre la banalidad del mal.
La pensadora judía intentaba, para sorpresa de todos, explicar el mal como fruto de unas circunstancias y una época concreta. Por si fuera poco, acusaba además a los presidentes de los Consejos judíos de colaborar con los nazis. Mantenía Hannah Arendt que la cifra de judíos muertos en la primera mitad del siglo XX hubiese sido muy inferior, si los encargados de estos Consejos no hubiesen entregado a los líderes nazis las listas de sus congregaciones para salvar su propio pellejo.
Estas acusaciones de “colaboración” en la masacre se sumaron al cuestionamiento que añadió Arendt de la legalidad jurídica de Israel para sentar en el banquillo a Eichmann. Pero lo que más ampollas levantó fue la descripción que Hannah hizo de Eichmann, oficial de las SS encargado de los transportes en masa de los judíos a los campos de exterminio, como un hombre normal, un funcionario que declaraba cumplir con su deber. Para Arendt, el jefe nazi, descrito por el fiscal de Jerusalén como un monstruo, era un hombre como tantos, un producto de su tiempo.
Nadie esperaba algo así de una judía. Sin embargo, ella defendió a capa y espada su postura. Quería analizar el juicio deshaciéndose de sus prejuicios, desde una posición racional, no emocional, y aquello terminó por instaurar un concepto, el de la banalización del mal, que fue discutido, defendido y rechazado en infinidad de ocasiones. En realidad, Arendt conocía a la perfección el frontal antisemitismo de Eichmann y su voluntad de hacer el mal, lo que intentaba explicar con su “banalización del mal” era el abandono a una corriente y el rechazo a las decisiones personales. En definitiva, la renuncia al juicio propio. Hannah advertía también de los peligros del consumismo, afirmando que el ciclo de trabajo y consumo arroja al hombre contra sí mismo, “porque esas dos actividades ocupan en su vida todo el espacio que debería ocupar lo auténticamente relevante”.

Las palabras de la pensadora llaman asimismo la atención a la hora de rememorar sus experiencias más tempranas, acusando al antisemitismo de envenenar el alma de muchos niños. “La diferencia, en mi caso”, relataba Arendt, “es que mi madre era partidaria de no humillarse, de defenderse”. Así, cuando eran los profesores quienes humillaban a otras niñas, especialmente judías del este, ella “tenía instrucciones” de levantarse inmediatamente, abandonar el aula y marcharse a casa”. Allí se lo contaba a su madre, quien se encargaba de escribir la correspondiente carta de protesta. Sin embargo, si los insultos o comentarios procedían de otros alumnos, a Hannah no le estaba permitido quejarse: “Tenía que defenderme yo sola”.
Denunciaba, por otra parte, que “la uniformización” comenzó como algo voluntario y no como consecuencia del terror. Y no teme acusar de forma directa a los intelectuales de su época: “(…) esa uniformización se extendió mucho antes entre los intelectuales que entre personas de otros medios. Y eso nunca he podido olvidarlo. Abandoné Alemania pensando que nunca más me metería en cosas intelectuales, nunca más quería estar entre semejante gente. No lo sigo pensando con la misma intensidad, pero si tenemos en cuenta que pertenece a lo intelectual el forjar ideas sobre el otro, el hecho de que los intelectuales se uniformasen y forjasen esa idea sobre Hitler resulta, sencillamente, grotesco. Los intelectuales alemanes cayeron en la trampa de sus propias ideas”.
La pensadora alemana tenía 23 años cuando huyó de Alemania. Había sido arrestada y pasó ocho días en prisión, tras lo cual abandonó el país de forma ilegal y no regresó hasta 1949. Exiliada en Francia, donde se volcó en ayudar a los refugiados alemanes, sus palabras cobran ahora una importancia impensable en 1964 y arrojan una luz inesperada sobre la actualidad. A comienzos de 1940, las autoridades francesas llamaron a los extranjeros de origen alemán para ser deportados. Arendt fue trasladada al campo de internamiento de Gurs, considerada como “enemiga extranjera”. Pasó allí cinco semanas, hasta que logró huir aprovechando que la vigilancia francesa disminuyó temporalmente debido a la toma de París por la Wehrmacht.
Ya vivía en Nueva York, cuando le llegaron las primeras noticias que hablaban del infierno de Auschwitz. “Fue en 1943”, explica con voz grave y tono desafectado, “No nos lo creímos… Sabíamos que esa tropa era capaz de lo peor, pero mi marido repetía que tan lejos no podían llegar. Medio año después sí que lo creímos porque vimos pruebas. Y fue como si el abismo se abriese. Todo lo demás podía asimilarse. Eso no”.
AH Redacción