La dilación como estrategia procesal y la falta de medios contra el colapso.

La Justicia es por definición un concepto complejo. Lo que es justo o no, puede tener muchas interpretaciones y ser sensible a circunstancias de lo más variopinto y, en ocasiones, paradójicas. Su propósito, no obstante, es muy concreto: que exista una mayor armonía en la sociedad, sin que sea siempre el más “fuerte” quien se imponga simplemente porque lo es. En este sentido, Montesquieu precisaba que “una cosa no es justa por el hecho de ser ley. Debe ser ley porque es justa”. 

Por Alicia Huerta

La Justicia es por definición un concepto complejo. Lo que es justo o no, puede tener muchas interpretaciones y ser sensible a circunstancias de lo más variopinto y, en ocasiones, paradójicas. Su propósito, no obstante, es muy concreto: que exista una mayor armonía en la sociedad, sin que sea siempre el más “fuerte” quien se imponga simplemente porque lo es. En este sentido, Montesquieu precisaba que “una cosa no es justa por el hecho de ser ley. Debe ser ley porque es justa”. 

Sin embargo, lo que hoy preocupa más que cualquier ley absurda se resume en una frase de Séneca: “Nada se parece tanto a la injusticia como la justicia tardía”. Porque para que haya justicia no basta con que, algún día, se otorgue a cada quien su legítimo derecho, sino que es imprescindible hacerlo a tiempo. Los abogados siempre advertimos de que al iniciar un procedimiento judicial nos adentramos en un camino incierto y, sobre todo, largo, lleno de curvas, baches y kilométricos atascos. No obstante, cuando alguien acude a nosotros con intención de que la Justicia repare su daño y restaure su derecho, es porque no le queda más remedio.

A la proverbial lentitud procesal que vivimos en España, con juzgados saturados y muchas veces faltos de medios, se une el arma que los más breados en estas lides no dudan en elegir como estrategia de defensa: la dilación. Hoy, la lentitud e incluso paralización de cientos de miles de procedimientos de todas las jurisdicciones, especialmente la civil, les brinda en cierto modo tal elección. Y el tiempo que beneficia a una de las partes puede convertirse en un perjuicio añadido, a veces demoledor, para quien reclama con todo el derecho y está obligado a esperar.

En relación al primer punto, el escaso número de jueces, juzgados, fiscales, funcionarios y tribunales colegiados no es una reivindicación nueva del mundo de la Justicia. El propio CGPJ lo ha certificado en el último informe de su comisión permanente, pidiendo crear nuevos juzgados en todo el territorio nacional para evitar el colapso. Una realidad que preocupa también en Bruselas. De acuerdo con el último informe de la Comisión Europea para la Eficacia de la Justicia (CEPEJ), dependiente del Consejo de Europa, en España hay 11 jueces y 5 fiscales por cada 100.000 habitantes, muy por debajo de la media europea.

La dotación de los juzgados depende, en gran medida, de la administración central y el Ministerio de Justicia, aunque también es tramitado por las comunidades autónomas y los ejecutivos regionales. El presupuesto de Justicia en 2022 creció un 11,6% con respecto al año anterior, un total de 2.247 millones de euros. En 2023 experimentó una ligera subida hasta los 2.304 millones. Y ha seguido en esa línea estos dos últimos años. Un presupuesto escaso en comparación con los países de nuestro entorno, y claramente fallido para llevar a cabo la constitucional misión de dar a cada uno lo suyo en un plazo “razonable”. 

En 2022, según datos oficiales, los tribunales españoles ingresaron más de seis millones de asuntos y resolvieron un número ligeramente superior, dejando tres millones más pendientes de sentencia o de auto. Cada magistrado dictó, de media, 310 sentencias a lo largo del año y los miembros de la judicatura recibieron más de 1.100 asuntos por cabeza. No salen las cuentas: si a la endémica demora que ya existía aquel año sumamos la actual, el resultado es gravísimo. La quiebra absoluta de uno de los pilares fundamentales en los que se basa un estado democrático en la Europa del bienestar social. Porque tardar un lustro en obtener una sentencia firme por un despido puede implicar que, para cuando finalmente llega, la situación del demandante haya pasado de complicada a insostenible. Y tres años para desalojar a los okupas de una vivienda pueden traducirse en que el propietario haya fallecido sin volver a entrar en su casa.   

No olvidemos, tampoco aquellos que ahora recurren a la propia dilación, que “Una injusticia hecha al individuo es una amenaza hecha a toda la sociedad”, de nuevo advertencia del indispensable Montesquieu. Y los actuales tiempos de resolución son, a veces, responsables de injusticias como las que, a su vez, denunciaba Séneca. 

Alicia Huerta