Por Alicia Huerta
El famoso crack del 29 tuvo lugar el 28 de octubre de ese año, aunque llevaba días gestándose, desde el 24 de ese mes, a causa de la estampida de inversores de Wall Street tras la noticia de que el proyecto de ley arancelaria Smoot Hawley se convertiría en ley. La portada del New York Times anunciaba: “Los líderes insisten en que se aprobará el arancel”. Aunque dicho proyecto no se convirtió en ley hasta junio de 1930, sus dramáticos efectos se sintieron ocho meses antes.
Que la Historia se repite en un bucle infinito es algo que va mucho más allá de un simple tópico o frase hecha. Sin embargo, guerras y crisis – binomio muy bien avenido – las hemos visto replicarse casi con siniestra puntualidad sin que de ellas hayamos aprendido mucho. Es cierto, no estábamos allí, es ese timing generacional en que se dividen los capítulos correspondientes a cada siglo en los libros de Historia, fascinante asignatura que nunca aprendemos salvo para aprobar el examen de turno, y de la que en ocasiones tiene uno la tentación de bajarse. Porque sabemos lo que ocurrió y cómo acabó aquello que ahora repetimos. Y no fue bien, fue peor, mucho peor. En realidad, se trató de tal desastre que, en su momento, sirvió para modificar las cosas y prometernos que a partir de entonces serían de otra forma… Que jamás se repetirían. Es inútil. La teoría del sonambulismo, término acuñado Christopher Clark en su libro sobre el estallido de la Primera Guerra Mundial, para culpar a los políticos de la época empeñados en minimizar el riesgo de un conflicto tras el asesinato del archiduque de Austria y su esposa en Sarajevo, sigue tan vigente como entonces. Y siempre con Europa en el epicentro.

Es cierto que la declaración unilateral de guerra de Donald Trump en su particular Día de la Liberación, para algunos no sea motivo de tanta preocupación. No se ven misiles, no suenan alarmas para que bajemos a sótanos o refugios, no hay carros de combate por las calles, sin embargo, los aranceles – arma de destrucción masiva comercial – han llevado siempre a la ruina. Sólo la amenaza de que se impongan lleva ahora semanas arrastrando, día sí y día también, los veleidosos índices bursátiles a ambos lados del océano. La incertidumbre y el miedo nunca han sentado bien en los mercados. Tampoco a la hora de emprender un negocio, ampliarlo o deslocalizarlo. Y, por lo tanto, crear nuevos puestos de trabajo, asegurar los existentes, subir o mantener los sueldos, bajar impuestos. Y si hablar de mercados a algunos les resulta aún demasiado vago, pensemos que hablamos de economía, de sociedad. En definitiva, de los planes que teníamos, dando por seguros empleos o inversiones que ahora tiemblan acercándose a territorio desconocido. Crisis.
Ya lo hemos visto, vivido, estudiado… Pero no aprendido. Echemos la vista atrás, aunque solo sea por curiosidad, para recordar lo que ocurrió al final de aquellos “felices años 20” caracterizados por un consumo masivo, pero también por descubrimientos como la penicilina, la insulina y la televisión gracias a las inversiones, y que terminaron abruptamente cuando cayó la Bolsa de Valores de Nueva York en 1929 y empezó la Gran Depresión. En 1928, Herbert Hoover se apoyó para hacer su campaña electoral en una plataforma proteccionista que exigía apoyar la agricultura americana. A medida que el movimiento arancelario creció después de que ganará las elecciones, otras industrias apoyaron ese proteccionismo y enseguida se anunció que afectaría a más de 25.000 productos importados. Aún era un proyecto de Ley e incluso se extendieron los rumores de que el proyecto de ley arancelario iba a fracasar, pero se desencadenó el pánico.
El colapso de Wall Street fue consecuencia de la difusión la noticia de que el proyecto de ley arancelaria Smoot Hawley se convertiría en ley. La primera página del New York Times titulaba su editorial “Los líderes insisten en que se aprobará el arancel” y, aunque el proyecto de ley arancelaria no se convirtió en ley hasta junio de 1930, sus efectos se sintieron ocho meses antes. Los mercados reaccionaron de inmediato, descontando las ganancias futuras, porque no necesitan esperar a que las ganancias disminuyan debido a políticas inminentes que resultarán en pérdidas futuras. De ahí la naturaleza rápida del colapso. Una vez que el proyecto se convirtió en ley, otras naciones tomaron represalias. El sector agrícola fue uno de los más afectados, ya que los agricultores no podían exportar sus cosechas de manera competitiva. A Hoover no le quedó más remedio que aprobar la Ley de Ingresos de 1932 que aumentaba los impuestos en medio del colapso económico. En 1934, el comercio mundial cayó un 66% y la Gran Depresión continuó, aumentando el nacionalismo económico, lo que permitió que los radicales llegaran al poder y nos metiéramos de lleno en la Segunda Guerra Mundial.

Hoy, igual que entonces, cada punto de tensión desencadena una cascada de represalias con consecuencias que ni siquiera nos molestamos en mirar más allá. Siempre creemos que la vertiente económica camina por separado de las guerras militares y que, en cualquier caso, ya se recuperará cuando cesen los bombardeos. Como si la pobreza, el desempleo, la falta de recursos fueran de goma, una tormenta a la que ni siquiera se pondría un nombre. No es así. La propia directora gerente del Fondo Monetario Internacional, Kristalina Georgieva, advertía el pasado año de una “confluencia de calamidades” que someterían a la economía global, y por tanto individual, a “su mayor prueba desde la Segunda Guerra Mundial”. Todavía no imaginábamos que Trump volvería a ganar las elecciones y volvería con la escopeta cargada para iniciar un conflicto que tiene visos de extenderse en espeluznante escalada. Ojalá que quienes lo vemos así estemos completamente equivocados.
Alicia Huerta.