Los rohingya, el pueblo perseguido que también sufre el terremoto en Myanmar

Apátridas sin acceso a la sanidad, la educación o el voto, los rohingya tienen que pedir permiso a las autoridades para contraer matrimonio o salir de su aldea. Naciones Unidas lleva años alertando de la desgracia de un pueblo “sin amigos y sin tierra” y hace décadas que aprobó una resolución en la que urgía a Myanmar a dar acceso a la ciudadanía a esta minoría, que es el 5% del total de los 60 millones de habitantes del país.

Por Redacción

Apátridas sin acceso a la sanidad, la educación o el voto, los rohingya tienen que pedir permiso a las autoridades para contraer matrimonio o salir de su aldea. Naciones Unidas lleva años alertando de la desgracia de un pueblo “sin amigos y sin tierra” y hace décadas que aprobó una resolución en la que urgía a Myanmar a dar acceso a la ciudadanía a esta minoría, que es el 5% del total de los 60 millones de habitantes del país.

El terremoto del pasado 28 de marzo en Myanmar y sus constantes réplicas agravan una situación, ya de por sí desesperada, en un país que se tambalea tras años de conflicto y décadas de persecuciones étnicas. Las áreas afectadas albergan, además, al 45 por ciento de los 3,5 millones de desplazados. Las minorías étnicas de Myanmar – o, si lo prefieren, Birmania – llevan décadas huyendo del hambre, la guerra y las torturas, pero son los “desconocidos” rohingya quienes más lo han sufrido siempre.


Sin embargo, no fue hasta 2015, cuando internacionalmente se les situó en un mapa, en un país que les desprecia y quiere eliminarlos. Por primera vez, nos preguntamos entonces quiénes eran aquellas personas sin derechos de las que hasta entonces la mayoría no habíamos oído hablar. También pudimos verlos en imágenes que helaban la sangre. Las autoridades indonesias habían recurrido a una aldea del norte de Sumatra, deshabitada desde el tsunami de 2004, para alojar a los miles de inmigrantes indocumentados de Birmania que eran rescatados a punto de morir frente a las costas de Aceh.


Después, en 2017, la crisis se agravó aún más. En tan solo unos meses, más de 900.000 miembros de esta etnia llegaron también al campo de refugiados Cox Bazar, situado en Bangladesh. Huían de la limpieza étnica a gran escala que llevaba a cabo su “país”. Un informe de Amnistía Internacional denunció que las acciones de los militares de Birmania contra esta minoría étnica constituían un crimen contra la humanidad. Por su parte, 13 Premios Nobel – entre ellos, el arzobispo Desmond Tutu – dirigieron una carta al presidente del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas para pedir al citado organismo que frenara el genocidio. Su terrible situación no era nueva, si acaso, se había recrudecido para terminar con ellos por completo.


ACNUR, la Agencia de la ONU para los Refugiados, así como la Organización Internacional para las Migraciones siguen en 2025 instando a la comunidad internacional para que intensifique su apoyo a la población refugiada rohingya y a las comunidades de acogida en Bangladesh. La ONU advierte de que la ayuda es vital: “Ante el incesante conflicto en Myanmar y la disminución de los recursos financieros mientras otras crisis se desarrollan en todo el mundo, es imperativo que la comunidad internacional tome acción en favor de las personas refugiadas rohingyas, quienes permanecen en una situación precaria, totalmente dependientes de la ayuda humanitaria”.

Apátridas sin acceso a la sanidad, la educación o el voto, los rohingya tienen que pedir permiso a las autoridades para contraer matrimonio y, por ley, no pueden tener más de dos hijos. Tampoco tienen derecho a viajar, viven confinados en sus pueblos e incluso para ir a la aldea vecina tienen que solicitar un permiso. No pueden poseer tierras ni tener propiedad alguna y los permisos fronterizos se conceden “sin derecho a regresar a su casa una vez superado el plazo concedido para estar fuera del país”. Ese país que consideran su hogar, pero que no los reconoce. Considerado por Naciones Unidas como el pueblo más perseguido del mundo, los rohingyas sufren de desnutrición crónica, lo que afecta de manera definitiva a su desarrollo físico y mental.


“En realidad”, ha afirmado un alto diplomático de Myanmar, “los rohingya no son gente de Birmania. Su tez es marrón oscuro y nuestro cutis es suave, somos guapos también. Ellos son feos como ogros”. Así los ve un país que, sin embargo, tiene una enorme diversidad étnica y lingüística, con 135 grupos o etnias oficialmente reconocidos. Pero, ¿por qué a los rohingya no? Por supuesto, la cuestión religiosa desempeña un papel importante en este apartheid tan poco conocido internacionalmente. Myanmar es un país budista y sus ciudadanos ven en el islamismo de los rohingya una amenaza, incrementada por el hecho de compartir fronteras con Bangladesh, de mayoría musulmana.


De modo que los brotes de violencia contra ellos son continuos, muchas veces instigados por el llamado movimiento 696, cuya denominación responde a los nueve atributos de Buda, los seis de sus enseñanzas y los nueve de la orden budista, que asegura que hay evidencias históricas de que los rohingya son inmigrantes ilegales incapaces de coexistir en paz. Y el Gobierno secunda y participa en su exterminio, obligándoles a escapar a campos de refugiados donde sobreviven gracias a las raciones que reparte el Programa Mundial de Alimentos y al trabajo de diversas ONG internacionales que ya han sufrido, por otra parte, los ataques de budistas extremistas.

A. Huerta