Por Redacción
“El tráfico de órganos humanos es un problema de dimensiones planetarias, que viola las libertades fundamentales básicas, los derechos humanos y la dignidad, y constituye una amenaza directa para la salud pública, la integridad, la libertad y, con frecuencia, la vida de las personas”, así comenzó la conferencia auspiciada por el Consejo de Europa que tuvo lugar en Santiago de Compostela para aprobar el Convenio que obligó a los estados firmantes a tipificar como delito la extracción ilícita de órganos humanos y su uso para trasplantes o para otros fines.
España, líder mundial en donación de órganos, fue uno de los primeros países que lo ratificaron y, en consecuencia, se reformó el Código Penal que en la actualidad tipifica, en su artículo 156 bis, el tráfico de órganos como delito: “el tráfico de órganos humanos será castigado con la pena de prisión de seis a doce años tratándose del órgano de una persona viva y de prisión de tres a seis años tratándose del órgano de una persona fallecida”.
Sin embargo, a pesar de que, según la Organización Mundial de la Salud, cada año el mercado negro de órganos humanos mueve 10.000 trasplantes, este tráfico sigue viéndose como una suerte de “leyenda urbana”. La realidad es que el negocio ilegal de partes vitales del cuerpo humano genera un comercio difícil de cuantificar, aunque la organización Global Financial Integrity se aventura a calcularlo en, al menos, 550 millones de euros anuales, sin descartar que llegue a los 1.000. Aparte de esta práctica ilegal, pero consentida por el donante-vendedor, está la a priori increíble cuestión de si realmente existe el tráfico de órganos robados.

Hay infinidad de informes de organismos e instituciones oficiales que denuncian este mercado, en ocasiones circunscrito a un lugar o a una coyuntura concreta – conflictos bélicos, desastres naturales o desplazamientos de refugiados -, y que en la actualidad amenaza con extenderse, sin preocuparse por otras fronteras que no sean las del dinero. Es lo que llevan décadas denunciando las asociaciones de derechos humanos que reclaman más atención a un asunto que en determinados países hace tiempo que dejó de ser un macabro relato de terror. Por ejemplo, en China. De acuerdo con las denuncias de dichos organismos, el gigante asiático estaría utilizando las ejecuciones de los reos condenados a muerte para abastecer la demanda de trasplantes. Y en México, la banda criminal de los “Los Pistachos” lleva años sembrando el terror con el secuestro de niños que viajan solos desde aquel país rumbo a Estados Unidos, para robar sus órganos.
Entre los citados informes de organismos internacionales, destaca uno de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa que denunció la venta de órganos de prisioneros durante la guerra de Kosovo. Se trata del informe Marty, bautizado con el apellido de su autor, el liberal democristiano suizo que destapó la complicidad de gobiernos europeos con los vuelos secretos de la CIA. En su dosier, Marty acusaba al Grupo de Drenica, ligado al Ejército de Liberación de Kosovo, de utilizar clínicas del norte de Albania para realizar trasplantes ilegales o llevar a cabo las extracciones de órganos para ser trasladados en aviones privados a cualquier lugar del mundo. Él no fue el único en denunciar esta práctica. Carla del Ponte, fiscal del Tribunal Penal Internacional, escribió un libro sobre el comercio de órganos de prisioneros de guerra y la BBCemitió un reportaje que mostraba el tránsito transfronterizo de prisioneros serbios desde Kosovo a Albania. Allí, en la clínica Medicus de Pristina, se hacían las extracciones y trasplantes. El asunto no se quedó en un informe, un libro o un reportaje: hubo un juicio en el que fueron condenados el director de la clínica, su hijo y cinco médicos. Fue la primera sentencia en el mundo que condenaba a médicos por estas prácticas y no solo a los intermediarios o a los cabecillas.
Con independencia de lo acaecido en Kosovo durante la guerra con Serbia, el tráfico ilegal de órganos continúa. Podría decirse, incluso, que es un mercado en alza que se adapta a los tiempos que corren: campos de refugiados repletos donde resulta imposible preocuparse por las personas que una noche se desvanecen. Durante el éxodo sirio, por ejemplo, todos los días desaparecía algún menor refugiado. Tanto de los campos, como en el tránsito e, incluso, una vez llegados a Europa. Así, tras la desaparición de 10.000 menores que ya habían llegado y solicitado asilo en diferentes países de Europa en 2016, Europol volvió a alertar del incremento de este comercio ilegal.

La invasión rusa de Ucrania y el éxodo de millones de ucranianos planteó de nuevo el reto de proteger de las redes de traficantes a quienes se veían obligados a huir de sus hogares. Esta vez, a pesar del caos de los primeros días, hubo una mayor implicación en las autoridades a la hora de elaborar listas, controlar llegadas y comprobar los datos de quienes brindaban acogida. El organismo de lucha contra la trata de seres humanos del Consejo de Europa, GRETA, proporcionó a los países asesoramiento para proteger a estos refugiados e identificar a posibles víctimas. Por su parte, Europol llevó a cabo una operación contra las redes criminales, en la que participaron, por primera vez, las autoridades encargadas de hacer cumplir la ley en catorce países de la Unión Europea: Austria, Chipre, Dinamarca, Alemania, Hungría, Italia, Letonia, Lituania, Países Bajos, Portugal, Rumanía, Eslovenia, España y Reino Unido.
Si el tráfico de órganos habita en las sombras, suelen argumentar los expertos, es porque muchos lo han permitido. En general, los Estados no quieren reconocerlo dentro de sus fronteras, pueden asumir que hay tráfico de prostitución o de drogas, pero nunca de órganos. Porque, es cierto, sigue costando creerlo, pero cada vez resulta más complicado seguir defendiendo que el tráfico de órganos en su modalidad robo no existe. Como en el caso de Desmond Boucher, un turista británico que murió en extrañas circunstancias en julio de 2019 mientras practicaba submarinismo en el Mar Rojo. Cuando el cadáver llegó a su ciudad natal para ser enterrado, descubrieron que faltaban el corazón, una porción de hígado y el cerebro. La versión oficial de las autoridades egipcias fue que el galés se desmayó mientras buceaba y fue trasladado al hospital, donde fue declarado su fallecimiento, pero nadie ha podido explicar aún la causa de que faltaran tan vitales órganos en el cadáver.
Menos de un año antes de la muerte de Desmond, en septiembre de 2018, otro británico fallecido en Egipto fue repatriado al Reino Unido sin corazón y sin riñones. Se trataba de David Humphries, cuyo cadáver fue repatriado a través de Dubai al Reino Unido y sometido a una segunda autopsia que desveló que carecía de hígado y corazón. Como en el caso anterior, la familia no logró obtener respuestas de las autoridades egipcias. En aquel país, por otra parte, la extracción ilegal de órganos es delito, pero eso no ha impedido que se hayan dado casos. De hecho, solo tres meses antes del fallecimiento de David, 37 personas habían sido condenadas a penas de entre tres a quince años de prisión por sustraer y trasplantar órganos ilegalmente.
En España, el caso más conocido es el de Miguel Ángel Martínez Santamaría, cuyo cuerpo sin vida fue enviado a Inglaterra para ser sepultado en el cementerio londinense de Gunnesbury tras ser hallado muerto flotando en un rio cerca de Estocolmo. La policía sueca atribuyó la muerte a un suicidio y remitió a la familia la autopsia, donde se aseguraba que murió por ahogamiento. El cuerpo fue trasladado a Londres, donde el joven había vivido y quería ser enterrado, pero permaneció varios días en las cámaras frigoríficas del aeropuerto porque las autoridades británicas se negaban a autorizar su enterramiento sin el salvoconducto mortuorio. Finalmente, hubo que repetir la autopsia y el resultado fue, una vez más, sorprendente: el cuerpo no tenía el corazón, le faltaba medio hígado y los pulmones no mostraban signos de ahogamiento.
No obstante, expertos forenses aseguran que es habitual la retirada de vísceras durante la autopsia y no descartan que, en ciertos casos, las mismas no sean restituidas por olvido. Sin embargo, también insisten en que debe quedar recogido en el informe de la autopsia qué se extrae, en qué cantidades, a dónde se remite y qué resultados se obtienen de las pruebas realizadas a esos órganos.
A. Huerta