Por Redacción
Porque, en realidad, jamás hubo un asesinato, ni, por lo tanto, cuerpo del delito, escena del crimen o pruebas distintas a las acusaciones vertidas por familiares y vecinos del presunto asesinado contra los dos hombres que, ellos sí, tuvieron un juicio real y fueron condenados a 18 años de cárcel.
Rencillas entre familias o pueblos enteros, envidias, odios y ansias de venganza, falta de la más mínima compasión entendida como justicia y una brutalidad cargada de soberbia. Todo un muestrario de miserias humanas que, aún hoy, pone los pelos de punta. Así podría describirse el llamado crimen de Cuenca, en el que no hubo más crimen que el cometido contra los presuntos criminales. Jamás hubo un asesinato, ni, por lo tanto, cuerpo del delito, escena del crimen, un móvil o pruebas distintas a las acusaciones vertidas machaconamente por los familiares y convecinos del presunto asesinado, el pastor de Tresjuncos José María Grimaldos, a quien todos conocían como “el Cepa”. Sólo existió un cúmulo de rumores y acusaciones sin fundamento contra dos vecinos del pueblo rival, Osa de la Vega, que llevaron al juez a investigar y remitir las correspondientes diligencias al juzgado de Belmonte que, a su vez, sobreseyó la causa en septiembre de 1911, un año después de que “el Cepa” fuera visto “por última vez” en la carretera que une ambas localidades de La Mancha conquense.

Sólo la llegada de un nuevo juez – igual que en la novela El Clavo, de Pedro Antonio de Alarcón – provocó que cambiara el curso de los acontecimientos. Para mucho peor, porque ¿es mejor culpar a un inocente que no encontrar nunca a un culpable? El flamante juez, Emilio Isasa Echenique, aterrizó en el juzgado de Belmonte en 1913 y decidió reabrir el sumario. Ordenó a la Guardia Civil detener a los dos hombres que seguían apuntados con el insaciable dedo del pueblo de al lado y, aunque los detenidos negaron hasta la saciedad haber dado muerte a su vecino, ciertos métodos interrogatorios doblegaron sus fuerzas. León y de Gregorio acabaron declarándose culpables de haber matado a quien seguía vivo. Tuvieron, incluso, que explicar cómo se deshicieron del inexistente cadáver. Según obra en autos, Gregorio y León contaron que trocearon el cuerpo para que no se atragantase la gorrina a la que se lo echaron de comer y después quemaron los restos óseos de tan macabro y esperpéntico festín. Habrían confesado cualquier cosa, aunque ya no les quedaran uñas por arrancar ni piel para marcar con más golpes.
No es sarcasmo si digo que, en todo caso, tuvieron suerte. Las diligencias se remitieron a la Audiencia Provincial de Cuenca y el fiscal, en su escrito de calificación provisional, solicitó para los dos reos la pena de muerte, aunque más tarde modificaría tales conclusiones. La vista duró 7 horas; media tardó el jurado en emitir su veredicto: culpables. Era el 25 de mayo de 1918 y la Sala les condenó a 18 años de cárcel. Cumplirían once, ya que ambos salieron en libertad condicional a un entorno más hostil que el de la cárcel. Sus propias familias se habían enfrentado entre sí y ni siquiera en sus casas encontraron estos dos hombres un convencimiento real de su inocencia. Estaban marcados para siempre. Asesinos de un humilde pastor, a quien mataron para robarle lo que acababa de ganar por la venta de un rebaño de ovejas. Nadie quería saber de ellos. Hasta que el mundo pareció volverse del revés, sin posibilidad de marcha atrás. Al principio, algunos intentaron ocultar lo que, por el contrario, tendrían que haber gritado a los cuatro vientos. ¡El muerto estaba vivo! Y, además, quería casarse. Esa fue la causa de que se descubriera la injusticia llevada a cabo y obligara a intervenir al Tribunal Supremo.

El 8 de febrero de 1926, el cura de Tresjuncos recibió una carta del cura de Mira, municipio conquense cercano, solicitando la partida de bautismo de José María Grimaldos, es decir, del asesinado. Ya se rumoreaba que “el Cepa” andaba bien vivo y que se había acercado alguna vez al pueblo – cuentan que los niños preguntaban si los espíritus comían gachas –, pero una cosa era lidiar con habladurías de pueblo y otra bien distinta, que se cursara una petición de carácter administrativo. Con independencia de la razón que le llevara a ello, el caso es que el sacerdote de Tresjuncos no contestó a la misiva ni, al parecer, lo denunció a autoridad alguna. Hasta que el propio muerto, – quizás azuzado por la impaciente novia con quien ya había tenido descendencia – se presentó en persona en la parroquia a preguntar “qué había de lo suyo”.
El juez de Belmonte ordenó de inmediato detener al “impostor” y con ello se destapó el escándalo del que se hicieron eco los periódicos, obligando al ministro de Gracia y Justicia a ordenar la revisión de la causa e interponiendo recurso ante el Supremo. La sentencia del alto tribunal está fechada en julio de 1926: “(…) en vista del error de hecho que motivó la sentencia, se declara la nulidad de la misma, por haberse castigado en ella delito que no ha sido cometido, afirmándose así la inocencia de Gregorio Valero y León Sánchez”. ¿Qué iba a pasar con los que sí fueron culpables de la destrucción física y moral de dos personas? La sentencia, en lugar de apaciguar los ánimos, dio lugar a más odio, a más deseos de venganza. Nadie quería perdonar o pedir perdón.
Los de Osa de la Vega clamaban que la familia de Grimaldos sabía que “el Cepa” vivía en otro lugar y lo ocultó y en Tresjuncos, por supuesto, lo negaban en rotundo. El cura que intentó enterrar la solicitud del párroco de Mira apareció poco después ahogado en una tinaja de vino y la versión oficial fue que se suicidó. También el juez Isasa Echenique falleció días después de conocerse la sentencia, la prensa publicó que por una angina de pecho, pero todo apuntó igualmente a un suicidio, inducido o voluntario. Por su parte, el forense que certificó que los detenidos no presentaban signos de haber sufrido malos tratos, fue absuelto, aunque veinte años después su conciencia no fueran tan benévola: confesó que había presenciado los “salvajes” interrogatorios. Igualmente se salvaron de condena los tres guardias civiles que tomaron declaración a León y a Gregorio, así como el secretario judicial, todos ellos acusados de amenazas, coacciones y falsedad. El último de los personajes principales de esta truculenta historia, el sargento de la Guardia Civil Juan Taboada Mora, al mando de los interrogatorios, tampoco fue a la cárcel, pero la leyenda cuenta que su muerte durante la Guerra Civil se debió a la venganza directa de ambos encausados.

Si realmente ocurrió así, no debió de sorprender a nadie. Años antes, el Estado intentó resarcir a León y a Gregorio con un empleo en el Ayuntamiento de Madrid como guardas en El Retiro y, más tarde, en 1935, se les concedió una pensión vitalicia de 3.000 pesetas anuales con efecto retroactivo de cinco años. Fue, precisamente, en el parque madrileño donde Gregorio y León se encontraron un día con Taboada y sólo la intervención de otros guardias civiles evitó que las patadas y puñetazos que le “devolvieron” acabaran con su vida. Quién sabe si más tarde, durante el caos inherente a cualquier guerra fratricida, caldo de cultivo de ajustes de cuentas jamás saldadas, León y Gregorio decidieran cerrar una herida de esas que, en realidad, nunca quedan del todo cerradas. En la actualidad, los alcaldes de Tresjuncos y Osa de la Vega aseguran, por el contrario, que aquella herida cicatrizó por completo. No hay mejor prueba de ello, argumentan, que abunden los matrimonios formados por cónyuges de uno y otro pueblo.
Ramón J. Sender fue el enviado del periódico El Sol a Cuenca cuando, dieciocho años después de haber sido asesinado – omito a propósito el consabido presuntamente – apareció vivo un pastor de nombre José María Grimaldos. Vivo y con bastante mejor estado de salud que el de los condenados por haberle quitado la vida: el mayoral León Sánchez y el guarda forestal Gregorio Valero. Sender no pudo evitar, años más tarde, desde su exilio en México, escribir la novela “El lugar de un hombre”, basada en su experiencia como cronista de campo. De aquel campo de hace más de un siglo, analfabeto y cainita, donde se había arrancado a golpes la confesión de un asesinato que jamás fue cometido.
A. Huerta