Por Nicolás López Molina
Antes que el Derecho, estuvo la palabra. Antes que el tribunal, estuvo la comunidad. Y antes que la sentencia, el acuerdo. A lo largo de la historia humana, las sociedades han desarrollado modos propios de gestionar el conflicto, sin necesidad de una estructura estatal o punitiva. La mediación, entendida como proceso de escucha y restitución, es tan antigua como el conflicto mismo. Mucho antes de que existieran códigos legales, tribunales o ministerios de justicia, las comunidades humanas ya contaban con formas propias de resolver disputas. El conflicto no era visto necesariamente como un fracaso, sino como una parte inevitable de la vida en común. En estos contextos, surgía una figura fundamental: el mediador. No llevaba toga ni ejercía autoridad coercitiva; era, más bien, alguien dotado de palabra, escucha y reconocimiento por parte del grupo.

En comunidades indígenas de distintas regiones del mundo los ancianos del consejo desempeñaban esta función, ofreciendo espacios rituales de escucha donde las partes en disputa podían narrar sus versiones y encontrar salidas restaurativas; la resolución de conflictos se daba mediante círculos de palabra, donde el mediador era más un facilitador espiritual que un juez. En Asia, particularmente en las tradiciones confucianas, la armonía social se priorizaba sobre el castigo, y el mediador ayudaba a restablecer el equilibrio sin necesidad de intervención punitiva. Incluso en el ámbito islámico, la “sulh” (reconciliación) ha sido históricamente preferida como mecanismo para evitar el litigio, dando lugar a una resolución pacífica guiada por personas respetadas de la comunidad. En todos esos contextos, el mediador no actuaba desde una posición jerárquica, sino desde un lugar de confianza, legitimado por su capacidad de escucha, su proximidad emocional y su habilidad para sostener la complejidad. Este saber no era técnico, sino ético. No se trataba de aplicar normas, sino de generar condiciones para que las partes pudieran escucharse mutuamente, desactivar la violencia simbólica y construir un nuevo relato compartido. El mediador no imponía, sino que tejía. No resolvía desde arriba, sino que devolvía a los implicados el poder de decidir. Recuperar esta figura, hoy, es un gesto cargado de memoria política. No porque queramos regresar al pasado, sino porque ese pasado nos ofrece claves para imaginar un futuro más habitable. Sin embargo, hoy aparece como novedad, como solución de futuro frente a un sistema judicial saturado, burocratizado y, en muchos casos, desconectado de la vida cotidiana.
Con la entrada en vigor de la Ley Orgánica 1/2025 de Mediación, España consagra legalmente la figura del mediador. La norma establece la obligatoriedad de intentar un proceso de mediación antes de acudir a juicio en muchos asuntos civiles y mercantiles. Se introduce, por tanto, un cambio significativo en el acceso a la justicia. Pero más allá de lo normativo, lo que está en juego es un cambio de paradigma: ¿es posible construir justicia sin vencedores ni vencidos? ¿Puede el diálogo sustituir —o al menos desplazar— a la lógica del castigo?
El contexto en el que emerge esta ley no es neutro. La saturación del sistema judicial español es estructural y se agravó con el cierre de juzgados durante la pandemia de la Covid-19. A ello se suma la falta de personal, la precarización de los funcionarios y los largos tiempos de espera, que convierten el acceso a la justicia en una carrera de obstáculos. La Ley de Mediación, en este sentido, puede leerse como un intento pragmático de descongestionar un sistema al borde del colapso. Sin embargo, este gesto legislativo no está exento de ambigüedades. Obligar a las personas a mediar antes de litigar corre el riesgo de vaciar de contenido lo que debería ser un proceso voluntario, basado en la autonomía de las partes. Además, si no se acompaña de una financiación pública adecuada, de formación específica para los mediadores, y de campañas de sensibilización, la mediación corre el riesgo de convertirse en un trámite vacío, una formalidad sin alma. Más aún: si la ley no se articula con una crítica al modelo de justicia dominante —punitivo, adversarial, competitivo—, su impacto será limitado. Mediar no puede ser solo una herramienta para aligerar cargas judiciales. Tiene que ser una oportunidad para revisar cómo entendemos el daño, la responsabilidad, el perdón y la reparación.

El mediador no es un árbitro, ni un juez enmascarado. No impone soluciones, sino que facilita condiciones. Su papel es crear un espacio de diálogo donde las partes puedan reescribir el conflicto, salir de la lógica binaria y construir, si no un acuerdo perfecto, al menos un camino compartido hacia algo mejor. En este sentido, el mediador es también una figura política: encarna otro modo de ejercer el poder, no desde la imposición, sino desde la escucha activa, la neutralidad ética y la confianza. Es precisamente esta figura la que puede abrir la puerta a una justicia verdaderamente restauradora, donde el objetivo no sea castigar, sino recomponer. Donde lo importante no sea establecer quién tiene razón, sino comprender qué se rompió, por qué, y cómo podría repararse. Este enfoque no niega la necesidad de los tribunales, pero les asigna un lugar más delimitado: el de última instancia, no el de primera reacción.
¿Puede esta ley transformar la cultura jurídica española? Tal vez no por sí sola. Una norma no cambia una estructura arraigada, ni modifica de inmediato las mentalidades formadas en el litigio. Pero puede ser el primer paso hacia un cambio más profundo. Un cambio que requiere no solo leyes, sino formación, pedagogía social y voluntad política. Requiere también una ciudadanía que se atreva a ver el conflicto no como una amenaza, sino como una oportunidad de transformación. La mediación, si se toma en serio, puede devolver la humanidad al proceso de justicia. Puede romper con la lógica del “ganar o perder”, y abrir espacio para lo común, lo compartido, lo reparable. Puede democratizar el acceso a la palabra, devolviendo a las personas la posibilidad de ser escuchadas en sus propios términos. En definitiva, mediar es confiar en que la justicia no tiene por qué pasar siempre por el castigo. Y que, a veces, el mayor acto de justicia es detenerse a escuchar al otro.