Sometidos a la dictadura de la felicidad

Corren malos tiempos, pero la felicidad, mejor o peor entendida, se ha convertido en una obsesión que - para preocupación de psicólogos y psiquiatras -, acaba generando a la larga más insatisfacción que bienestar.

Por Redacción

Estudios recientes califican esta incesante búsqueda, a veces simple impostura, como síntoma inequívoco de haber sucumbido ante lo que ya se denomina ‘dictadura de la felicidad’. Una imposición social que se traduce en la aparente necesidad de estar siempre bien, incluso cuando llueven piedras. En definitiva, no se permite a nadie estar mal o, si lo está, dar muestras de ello. Y el castigo más leve por hacerlo es la indiferencia.

Hoy, especialmente en las redes sociales, todo el mundo sonríe. Es feliz. Sin embargo, los expertos coinciden en que en un gran número de casos se trata únicamente de una ‘felicidad artificiosa’ ligada al consumo: viajes, restaurantes, moda, cosméticos, joyas, automóviles. Aunque la felicidad ha sido objeto de estudio durante siglos, no existe un consenso claro de lo que este fenómeno implica. Para su estudio, la ciencia del comportamiento ha asociado el concepto de felicidad con el bienestar subjetivo que las personas experimentan y, por supuesto, perseguir la felicidad no es exclusivo de nuestra era. Mucho antes de esta felicidad por decreto, el ser humano ya buscaba una vida plena y placentera, porque el anhelo de tenerla nace en el mismo instante en que adquirimos la capacidad de reflexionar sobre nuestra vida. Aunque, muchas veces, en certeras palabras de Voltaire: “Buscamos la felicidad, pero sin saber dónde, como los borrachos buscan su casa, sabiendo que tienen una”.

Evolución histórica de un anhelo

La filosofía, la literatura y la teología están llenas de obras que buscan encontrar la fórmula que lleve a nuestra especie a ser feliz. En épocas anteriores, la vida de una persona estaba dominada por las preocupaciones de un mundo más hostil pero a la vez más simple: las necesidades básicas como el alimento, el refugio y la seguridad eran la prioridad. Hoy, en el mundo desarrollado, esas necesidades por lo general se encuentran cubiertas, incluso se dan por sentadas. En Europa, además, el Estado del bienestar procura alejarnos del darwinismo social que impera en potencias como Estados Unidos. Porque allí, la vida de la clase media con recursos procedentes del trabajo y una cobertura médica que depende del empleador, pende de un hilo.

Sin embargo, también en Europa ha calado la injusta creencia de que si alguien está en situación precaria significa que ha fracasado, más aún, que es un fracasado. De cara a la galería de las redes sociales, airear un bache o reconocer un pesar, además de estar mal visto y peor recibido, ha pasado casi a estar “prohibido”. De modo que quien se siente mal ha de superar también la tentación de quitarse la careta; y los sinsabores que antaño se “curaban” en familia o con amigos, ahora tienen que arroparse con discretas visitas a un especialista o en soledad, para no sentirnos juzgados y sentenciados.  La paradójica consecuencia es que la felicidad se ha convertido en un negocio: libros, talleres, conferencias, retiros, congresos.

Un estado transitorio

La cuestión es que no todo se basa en la felicidad. Y esta, por otra parte, no es eterna ni infinita. Para los expertos, la felicidad es, sobre todo, un estado y, como cualquier estado, de carácter transitorio, sometido a los acontecimientos de la vida, de nuestro alrededor. Para Friedrich Nietzsche: “El destino de los hombres está hecho de momentos felices, toda la vida los tiene, pero no de épocas felices”. La actual versión idealizada de la vida, proyectada por los medios y las redes sociales, crea la ilusión de que la felicidad es la normalidad. Pero no lo es. Es peligroso seguir pensando que cualquier otra emoción que no sea de goce y plenitud es inferior, débil o patológica.

Sentimientos como la tristeza, la desilusión o la apatía son inherentes a la existencia del ser humano. Solo cambia la manera de enfrentarlos una vez superado el primer impacto y vivido el correspondiente el duelo. De nada sirve anhelar con desesperación un estado de perpetua exaltación y satisfacción. Hay que vivir con entusiasmo, por supuesto, pero preparado para enfrentarse a lo que venga. Bueno o malo. Como escribió Pablo Neruda: “Algún día en cualquier parte, en cualquier lugar indefectiblemente te encontrarás a ti mismo, y ésa, sólo ésa, puede ser la más feliz o la más amarga de tus horas”. Tendemos a construir nuestra identidad en función de las cosas que nos pasan y de cómo nos hacen sentir. Ahora bien, situar la felicidad absoluta en la cúspide de la pirámide está generando frustración y sentimiento de culpa en personas que, sin embargo, lo que más necesitan es un hombro de confianza en el que poder llorar.

Falso positivismo

No podemos seguir viviendo en un mundo donde no está permitido sentirse mal, pertrechados tras una fachada que, antes o después, terminará por despintarse. De hecho, ya está aplastando al colectivo más expuesto y vulnerable: los jóvenes. Contra adolescentes de familias con problemas o enfrentando penurias, se ensañan los “afortunados” en un ecosistema capaz de volverse fatal para quienes ni siquiera han tenido ocasión de madurar. Y, para colmo, han de soportar la presión de  considerar sólo el lado bueno de la vida. ¿Acaso siempre lo hay? Rotundamente no.

Matthieu Ricard, considerado el hombre más feliz del mundo, según un estudio del laboratorio de Neurociencia Afectiva de la universidad de Wisconsin, mantiene que la receta para la felicidad pasa por entrenar la mente hacia el amor altruista. Teniendo en cuenta que este doctor en genética celular del Instituto Pasteur lo dejó todo hace 30 años para hacerse monje budista en el Himalaya, la duda es si no es posible aspirar a la felicidad cuando uno vive inmerso en plena sociedad, expuesto a los factores afectoambientales. Porque Sor Lucía Caram, otra de las personas que encabezan el ranking, coincide en que para ser feliz hay que amar la vida y compartirla cada día, definiéndose a sí misma como “expropiada para la vida pública”, y resulta que ella también vive en clausura. Una paradoja. ¿Cómo vamos a recibir una ayuda que no podemos reclamar?

A. Huerta